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* Publicada en Cámara (Revista de los Centros de Estudios de la Cámara de Diputados), México, http://comunicacionsocial.diputados.gob.mx/camara/octubre/revista/index.php?option=com_content&view=article&id=134&Itemid=233

​Nota: La Oración Fúnebre o Discurso Fúnebre de Pericles, según dato de Wikipedia, “es un famoso discurso recogido por Tucídides en Historia de la Guerra del Peloponeso, una de las pocas fuentes completas a nuestro alcance sobre el tema de la guerra de poder entre Atenas y Esparta a finales del siglo V a. C.”
(http://es.wikipedia.org/wiki/Discurso_f%C3%BAnebre_de_Pericles).

La Oración Fúnebre de Pericles

(siglo V a.C.)

“Nuestra ciudad, Atenas, es norma para toda Grecia. No sólo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir después. No necesitamos ni a un Homero que nos haga el elogio, ni de ningún poeta que nos deleite momentáneamente con sus versos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, imperecederos recuerdos.

¿Con qué normas, con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza? Que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar:



Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos somos un modelo a seguir. En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se le ha llamado democracia. Respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares.

En lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se le elige más por sus méritos que por su categoría social; tampoco al que es pobre, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.



Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque inocua, es ingrata de presenciar.

Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.



Amamos el arte y la belleza. Cultivamos el saber. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo; no un motivo para hablar con soberbia. La pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla.

Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
 

Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la Cosa Pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer.

Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.



También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda.



Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera. Individualmente, un mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza del alma.



Y que estas palabras no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. La razón por la que me he referido con tanto detalle a asuntos concernientes a la ciudad, no ha sido otra que para haceros ver que no estamos luchando por algo equivalente a aquello por lo que luchan quienes en modo alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y, asimismo, para darle un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor hablo en esta ocasión.



La mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por las que he celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos hombres y de otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos podría afirmarse, como sí en el caso de éstos, que su fama está en conformidad con sus obras.



Su muerte, ya fuera ella el primer testimonio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un coraje genuinamente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su vida pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron combatiendo por su patria.



A ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de los riesgos. Optaron por correrlo, y, sin renunciar a sus deseos y expectativas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza.



Encomendaron a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al desafío inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuerzas. Al morir, en ese brevísimo instante arbitrado por la fortuna, se hallaban más en la cumbre de la determinación que del temor. Estos hombres estuvieron a la altura de su ciudad. La tumba de los grandes hombres es la tierra entera. Pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino, sin palabras, en el espíritu de cada hombre”.





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